¿Se acabaron los lugares estables? ¿Porque es importante encontrar un lugar? El lugar (3)

Hace tiempo leí (no acabo de encontrar la referencia) que la distancia media en torno a la cual hacía su vida una persona en la edad media no iba más allá de los doce kilómetros cuadrados. Siempre recuerdo la pirámide con la que nos describían la sociedad en aquella época. Un triángulo en el que cada uno encontraba su ubicación definitiva ya desde el nacimiento. Lugares estáticos, sólidos, con límites y roles bien definidos en los que habitaban las personas en el tránsito de su vida. Nacer, morir, vivir en un lugar social sin ascensores, sin elección, sin fisuras, ni dudas.

Esta afirmación de la estabilidad perdida se complementa con la idea de humanidad en transformación, y es que en toda nuestra historia como seres humanos el tema de encontrar un “lugar en el mundo” no deja de ser una de nuestras aspiraciones eternas. Desde la Ilíada hasta la metáfora de Alicia en el país de las maravillas surcamos viajes vitales en los que no dejamos de encontrar dificultades para asentarnos, para encontrar refugio, para cultivar la vida en un espacio concreto. Como bien replicaba Mafessoli:

“Sea cual fuere el nombre que se le dé, la vida errante, el nomadismo, está inscrito en la estructura misma de la naturaleza humana, ya sea esta individual o social. De alguna manera es la expresión más evidente del tiempo que pasa, de la inexorable fugacidad de todas las cosas, de su trágica esencia. Es esta la irreversibilidad la que fundamenta esa mezcla de fascinación y repulsión que provocar todo lo que tiene que ver con el cambio.”[1]

Según su relato las sociedades se mueven en ciclos entre los (citando a Drurkheim) momentos de reunión y los momentos en los cuales los grupos se dispersan por todo un territorio. Es cierto, puede que sea un ciclo mas, y sin embargo es casi evidente la afirmación de que, en la actualidad, nos encontramos en un momento especialmente abierto y cambiante en casi todas las dimensiones esenciales que tienen que ver con la elección de  trayectorias vitales (pareja, familia, trabajo, instituciones sociales…)

Los tiempos de solidez (no ya del medievo, sino de la propia época industrial o moderna) cada vez suenan más alejados. Y sobre todo hay una vivencia común de que la complejidad de las tramas vitales aumenta. Los lugares por los que transitamos han cambiado, cambian constantemente y cada vez son  más relativos.

¿Cuál es nuestro lugar en una familia de padres separados con dos parejas nuevas y tres hijos/hermanos de parejas anteriores? ¿Y en una empresa familiar siendo la hija del fundador cuando acabamos de ser absorbidos por una multinacional? ¿En una nueva ciudad a la que llego como refugiado de un país en guerra? ¿Mi lugar en relación a mis amigos «de siempre»cuando nos vamos alejando por esa movilidad geográfica cada vez mas demandada? ¿Mi lugar en el barrio en el que vivo siendo adolescente, cuando mis relaciones más significativas están virtualizadas y nada tienen que ver con este entorno? Los ejemplos son múltiples y nos plantean un escenario abierto de manera casi exponencial. Un mar incierto de posibilidades y de elecciones que nos ubican en lugares muy diferentes en nuestros mundos relacionales.

Junto con la complejidad de estas tramas, podemos también advertir el aumento del fenómeno de la vulnerabilidad social vinculado directamente con el notorio aumento de las desigualdades y es que:

“Vivir en condiciones de incertidumbre prolongada en apariencia incurable augura dos sensaciones similarmente humillantes: la de ignorancia (no saber lo que depara el futuro) y la impotencia (ser incapaz de influir en su rumbo)”[2].

Nos encontramos hoy con una sociedad en la que los lugares sociales son cada vez más “relativos” y líquidos. Hoy el terreno que pisamos es cambiante, instalado en una dinámica de veloz transformación, de dimensiones cada vez más adaptadas a cada individuo concreto, y cada vez más virtualizado.

El lugar deja de ser un asidero, un espacio de protección, una estabilidad, un firme al que nos vinculamos, del que partimos y al que volvemos. Marc Augé identifica esta pérdida, que enriquece con su conceptualización de los “no lugares” cada vez más característicos de nuestra época. Lugares comunes pero únicamente en el sentido de banalidad, de poca significatividad y de repetición.

“Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos”. [3]

En un tiempo en el que el mandato fundamental es la búsqueda de la realización de los horizontes personales el lugar que uno ocupa puede llegar a convertirse únicamente en un antes, o en un punto de partida, en un espacio destinado a ser historia.

Desde esta concepción el lugar puede no tener sentido en sí mismo más allá del tránsito hacia nuevos lugares o de la temporalidad de sostén necesario para ubicar el paso. Si un lugar únicamente tiene un significado personal (no relacional) pierde su trama de pertenencia y con ello de vínculo pudiendo ser intercambiado con nuevos y mejores lugares, con lugares más satisfactorios.

De nuevo la réplica nos dice que no es pérdida lo único que podemos encontrar. Y es que los lugares que habitamos pueden cambiar hoy de una manera que hace siglos sería impensable. El espacio de libertad, de posibilidad, de crecimiento parece que se ha ampliado de forma inequívoca. Es algo evidente que el espacio de elecciones posibles es muy abierto y abarca dimensiones que hace no demasiado tiempo eran impensables (diversidades, genero, movilidad, trabajo, formas de organización, nuevos campos de trabajo…) El mundo se abre.

Aunque pienso que muchas veces este mar de posibilidades (sobre todo en lo que respecta al mercado de lugares envidiables que se nos ofrecen a cada momento) no deja de ser una suerte de escaparate inmenso, un escenario abierto hacia un horizonte de mejores lugares que en muchas ocasiones se tornan inaccesibles (como experimentamos generaciones de jóvenes que vamos a vivir por debajo de las condiciones de vida de nuestros padres, o como sencillamente como están viviendo millones y millones de personas en muchos rincones del planeta).

En todo caso lo que sí que podríamos decir sin temor a equivocarnos es que la reflexión sobre los lugares que habitamos se ha tornado cada vez más compleja y llena de matices. Y quizás también podemos decir que en este continuo bucear por océanos de lugares posibles y de buscar mejores lugares nos estamos olvidando de lo que realmente existe bajo el suelo que pisamos, de lo que realmente implica estar en el lugar en el que estamos, de lo vinculados que estamos a nuestros orígenes, a nuestras pertenencias y a tantos y tantos sistemas que condicionan, limitan o en ocasiones incluso determinan nuestras existencias. El lugar que ocupamos se hace difícil de comprender (y de habitar) cuando miramos más hacia esos distantes lugares por alcanzar, hacia esa seducción del mercado de mejores lugares. Y también es difícil sentirse en un lugar cuando la velocidad de la vida nos impide parar, para poder tener una verdadera experiencia de donde somos y estamos.

Por eso, desde esta complejidad que nos toca vivir, quizá sea necesario adentrarse en una mirada diferente y sobre todo en una experiencia profunda y consciente de nuestra posición vinculada a un lugar.

[1] MICHEL MAFFESOLI, EL NOMADISMO: VAGABUNDEOS INICIATICOS (EN PAPEL) Editorial: S.L. FONDO DE CULTURA ECONOMICA DE ESPAÑA, 2004, p 37

[2] Z, Baumann y G. Dessal, el retorno del péndulo, Ed. Fondo de cultura económica, Madrid 2014, p.21

[3] MARC AUGE, LOS NO LUGARES: ESPACIOS DEL ANONIMATO: ANTROPOLOGIA SOBRE MODERNIDAD, Ed: GEDISA, 2009, p,83

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