Vivimos en un tiempo obsesionado por el presente y, casi más, por el futuro. Una era en la que fantaseamos con juventudes perpetuas. Un tiempo de tabla rasa en el que no se alimenta la mirada hacia el pasado. De manuales para vivir el aquí y ahora, para accionar los potenciales personales, desvinculándonos de las tramas relacionales que nos contienen, sustentan y sobreviven.
Si bien todos y todas partimos de historias que nos sobrevienen y nos marcan, en general no ponemos demasiada conciencia en este particular. Son vivencias y reflejos que tácitamente repetimos o de los que nos diferenciamos, sin tener demasiada conciencia de la impronta que han dejado en nosotras. Son herencias que cada vez reconocemos menos en estos tiempos de ansiedades y Alzheimer. Memorias que apenas atisbamos a identificar desde la lejanía.
Y sin embargo el pasado está ahí. Como un río que tratamos de encauzar con la fuerza del imperio tecnológico que somos. Un río que es. Que fluye a través de estos cauces, a pesar de ellos, con la inercia atávica de un caminar que sin duda trasciende todo esfuerzo por retener o domeñar su impulso. Ríos desbordados cuando no escuchamos la fuerza de sus mareas, cuando cambiamos sus cursos a capricho.
La biografía de Picasso ha sido en varias ocasiones un lugar recurrente para mí. Más allá de la maravilla de todo su recorrido artístico, su genialidad, tengo que reconocer que me atrae por su intensidad, su desnudo vitalismo y sobre todo por su obsesión por existir tan rotundamente hermosa,… y atroz.
Recuerdo una imagen de una serie biográfica que veía este verano. Picasso sueña con el reencuentro con todas “sus” mujeres, con sus hijas, hijos y nietos. La escena es en el jardín de su casa de Cannes donde Jacqueline Roque, su última pareja, guardó con celo al genio de los requerimientos y reclamos de sus relaciones anteriores. Es un reencuentro hermoso, emocionante, un acariciar memorias que se cruzan y vuelven a descubrir sus cercanías. Un reconocimiento de todo el legado humano que dejó atrás, o mejor, con el que convivió, sin haber sido nunca competencia frente a su verdadera pasión, la pintura, el arte.
Por el jardín desfilan Fernande Olivier, Eva Gouel, Olga Khokhlova, Marie Therese Walter, Dora Maar, Françoise Gilot y la propia Jaqueline como co-anfitriona, con una cierta distancia que nunca consiguió transitar. Junto a ellas, sus hijos: Paulo, Maya, Claude y Paloma. Y sus nietos, Pablito, Marina y Olivier, a los que luego se unirían Bernard, Jasmín y Diana.
Una escena entrañable que nunca fue. No hubo despedida. No hubo reencuentro. No deja de ser significativo que Picasso no dejara testamento escrito. Una partida sin adiós. Un legado inmenso abierto al debate, carne de pelea. El día después de morir Picasso, Jacqueline impedía a Pablito, su nieto, acceder a velatorio y él, obsesionado con su abuelo, y ante la imposibilidad de poder despedirse, bebió un litro de lejía de pura desesperación. Moriría 4 meses después.
Esta muerte sería tan sólo una de las notas del libreto del recuerdo encarnado del genio. Picasso fue devastador para muchas de las personas que lo vivieron de cerca, sobre todo para “sus” mujeres. Fernande vivió muchos años en la indigencia hasta que firmó un pacto con él, en el que le daba dinero por no revelar intimidades de su relación, Mary Therese y Jacqueline se suicidaron. Dora Maar pasó por innumerables psiquiatras (entre ellos Lacan) y hospitales, llegando incluso a someterse a terapias de electroschock, para acabar sus días auto-recluida. Olga moría en soledad y Pablo no se presentaba al funeral. Únicamente Françoise Gilot conseguía de alguna manera “sobrevivir a Picasso” exorcizando su “fantasma” con la escritura de su libro “vivir con Picasso”.
Muchos años después su nieta Marina continuaría destramando la memoria sombría del artista con el libro titulado “Picasso, mi abuelo”. Dentro del clan de los herederos de Picasso, Marina se ha mantenido, en cierta medida, como un verso libre. Mientras la «familia» sigue controlando el legado con una venta en cuentagotas muy bien asesorada, Marina se va desprendiendo de algunas de estas obras y propiedades aún a sabiendas que quizás no sea mercantilmente la mejor estrategia, la más rentable. Son sonadas las críticas de alguno de los otros nietos tanto por estas ventas, como por la propia biografía en la que no ven reflejada la memoria del abuelo.
Marina sigue viviendo con la paradoja del legado recibido. Hoy es una de las fortunas más destacadas en un país tan acomodado como Suiza. Mientras sobrevive también a esa otra memoria. La de ser hija del despreciado Paulo, un padre alcohólico a quién Picasso utilizo como chófer con harto desprecio y a quién no mantuvo durante muchos años más allá de pagar un colegio privado para sus hijos. Y la de ser hermana de Pablito, que heredó de su padre el camino de la adicción, acabando sus días con el veneno de una distancia a la que nunca supo sobrevivir.
Esta es la historia un legado feroz. Paradójicamente muy rentable. De una herencia que cada quien ha tenido que ir integrando como ha podido. Es un ejemplo extremo. Una de las caras de la moneda cuando analizamos el tipo vínculo que podemos llegar a vivir en relación con nuestros orígenes. Un legado difícil, aunque rentable, doloroso, incluso traumático.
En el otro polo podemos encontrar hijos y nietos fieles a aquellos modelos que han recibido como figuras del santoral familiar, a quienes agradecen y a veces veneran por todo lo recibido. Figuras absolutas. Historias de vida y de superación sin mácula. Vidas sin sombra o con sombras de voz pequeña.
Es hermoso escuchar los relatos de vida de tantas y tantas personas. Los aprendizajes profundos heredados de tantos ejemplos de vida diáfanos. La abuela que sostuvo a la familia en tiempo de escasez, cuando fue abandonada por su marido. El padre que luchó contra la dictadura. Penando y conservando su dignidad en las cárceles del franquismo. La familia trabajadora que, sin hacer ruido, consiguió labrar un futuro donde no lo había. La tía venerada que se hizo cargo de la familia cuando los padres fallecen. Un sinfín de enseñanzas. Historias que marcan y que nos siembran caminos, nos dan fuerza, ejemplo, norte. Pasados de luz que, sin embargo, suelen entrañar también su dificultad.
Frente a un legado maldito parece que la inercia nos guía hacia la distancia, hacia la separación frente al modelo. En el caso contrario la tendencia sería aferrarse, seguirlo a pies juntillas, repetir. Así, frente a estos legados la complejidad la encontraremos en vivencias como la sensación de carga frente a la virtud, la imposibilidad de superación, la obligación de una vida sin mácula, la hiperresponsabilización, la dificultad de significarse y encontrar el propio camino ante el ejemplo, la despersonalización al poner cuerpo propio a un modelo.
Y es que, ¿Acaso es fácil caminar cuando las expectativas, la guía, el camino marcado, implican tanto sacrificio y esfuerzo? ¿Acaso no sentimos también cierto peso cuando somos nombrados como herederas de herencias de tanta luz? ¿Acaso no se sienten ganas de “alejarse”? ¿Acaso, a veces, no lo hacemos?
Es bastante común encontrar en sistemas familiares que heredan legados virtuosos, alguna o algunas de las denominadas “ovejas negras”. Personas que encarnan la cara sombría frente a la luz. Y quizás, como veremos, la proyección de aquello que la luz excluye y que, sin embargo, no dejan de ser también partes, elementos trasmitidos, aún desde el exilio al que fueron sometidos, que constituyen y conforman ese corpus familiar.
Si bien, en la mayoría de las ocasiones, nuestro legado recibido encarnará tanto luces como sombras, en general como herederos y herederas nos encontraremos con una inercia hacia cada uno de estos polos. Imitar, ser fieles, vincularnos, sentirnos parte o bien diferenciarnos, alejarnos, des identificarnos de lo recibido. En la mayoría de las ocasiones también nos vamos a encontrar con una vivencia fraccionada. Seguimos y nos identificamos con algunos aspectos mientras nos alejamos de otros. Complejas tramas de fidelidad y alejamiento en las que no pocas ocasiones acabamos enredándonos sin tener apenas conciencia del nudo.
Quizás se trate de eso. De poner la mirada en el telar. Mirar con mimo y detenimiento para empezar a destramar algunas de estas memorias ante las que con tan poca conciencia nos accionamos y reaccionamos. Sacar a relucir el escalpelo de las preguntas.
- ¿Cuánto de lo que eres y actúas en tu vida tiene que ver con lo recibido, con el modelo absorbido y sin digerir? ¿Cuánto con el apartarte y ser lo contrario?
- ¿Te has visto enfrentada ante la necesidad de encontrar un buen lugar frente a estas historias, un lugar propio, un camino personal?
- ¿Peleas, lidias, gestionas, o convives con esta herencia? ¿Cuál sería la palabra?
- ¿Cómo sobrevives a tus Picassos?
- ¿Cómo incorporas esta herencia y la haces justicia sin faltar al propio deber de ser, a la propia necesidad de existir con nombre propio?