Empezamos con un cuento
¿Qué pensaba la reina del cuento de Blancanieves cuando preguntaba al espejo por quién era más la más bella? ¿Qué ocurrió cuando el espejo reflejó otra figura, otro nombre, y no el suyo? Es ella, Blancanieves, la más bella. Unas palabras y una imagen que recibe como un golpe. Aquella que había crecido a su sombra refulgía desde su inocencia mientras ella, la Reina, amanecía destronada de su vanidoso reflejo.
Pero, ¿Qué se le pasaba por la cabeza, por el cuerpo, más allá de una ira incontenible y fría que la llevó a orquestar su muerte? ¿Acaso llegó a pensar sobre qué decía este reflejo en relación a sí misma? ¿Qué reflejaba sobre su identidad perdida como “la más bella del reino”? ¿Sobre su ir cumpliendo años? ¿Sobre el esfuerzo invertido en su propia belleza frente a la perfección despreocupada y natural de la joven? ¿Qué sobre su perder protagonismo? ¿Qué sobre su perdida inocencia?
¿Acaso no es una buena noticia la belleza, el destacar de aquellos a quienes acompañamos en el crecer a la vida? Pues a veces parece que no. Solo veía a Blancanieves y la ira que le producía. Una ira, una herida, que solo restañaría su desaparición.
Otra vez ante el espejo.
El espejo en el que se mira la madrastra me parece una imagen muy interesante para ayudarnos a comprender el fenómeno de la proyección, y cómo se pone en juego en la relación con nuestros hijos e hijas. Y es que, cuando las y les miramos no podemos dejar de sentirnos espejados de una manera consciente o, en la mayoría de las ocasiones, inconsciente.
Nuestros hijos e hijas son espejos de nuestros miedos, agrados, filias, creencias. Lo mismo que somos a la inversa. Espejos en los que mirarse, medirse, competir, diferenciarse, confluir, en los que sentir seguridad… Y espejos que nos revelan, como los negativos de una fotografía, sobre todo en las partes que nos cuestan, que no nos gustan, que nos hacen explotar, cerrarnos, que nos descolocan. Es lo que tiene ser humanos. Somos seres fraguados en relación y siempre interdependientes.
Nos vemos reflejados y muchas veces nos damos cuenta. “Es como yo. Tan tozudo, tan estudiosa…” O “no se me parece en nada, es como su padre”. Lo mismo o, todo lo contrario. Haz y envés de una misma cosa.
Y también, en otras y sin saber por qué, sus formas de actuar o ser nos descolocan. Nos provocan reacciones que nos cuesta entender y, sobre todo, controlar. A veces vemos el reflejo y en muchas ocasiones no vemos nada. Nos falta distancia.
Un padre preocupado por cómo, después de un tiempo de terapia su hijo no acaba de mejorar, aunque tanto la terapeuta como él están contentos con el proceso. Una madre enfadada por las explosiones emocionales de su hijo, que se aparta y solo sabe responder con el límite. Una pareja que restringe las salidas de su “niña” de diecisiete años, por el “miedo a las malas compañías”.
Padres y madres que, cuando acudimos a terapia a buscar “soluciones”, hablaremos de “su” miedo, de “su” dificultad para relacionarse, de que es un chico con gran potencial, pero no acaba de desarrollarlo, una niña tímida e influenciable que a veces se mete en problemas por las personas con las que se relaciona… Miramos el espejo que son, pero no el reflejo que nos devuelve. En la parte que nos implica, en lo que dice de nosotras, de nuestro mirar, de las “gafas” con las que les y las miramos.
Y es que, por lo general, el reflejo del que nos somos conscientes tiene que ver con nuestra “sombra”, aquello que nos cuesta ver de nosotras mismas.
Somos también sombra.
¿Pero qué es eso de “la sombra”? Es un concepto recogido por Jung y que está íntimamente relacionado con el fenómeno de la proyección.
Entiendo por sombra el aspecto “negativo” de la personalidad, la suma de todas aquellas cualidades desagradables que desearíamos ocultar, las funciones insuficientemente desarrolladas y el contenido del inconsciente personal»[1]
Aquello que nos cuesta ver de nosotras mismas, que rechazamos. No únicamente, las “partes” desagradables, vergonzantes o supuestamente dañinas para las otras personas, como pueden ser, a veces, nuestra agresividad, desagrado o nuestro enfado. También aquellas que, aun siendo consideradas socialmente como “positivas” no nos podemos permitir mostrar, como por ejemplo la vulnerabilidad o emociones como la alegría, el disfrute, el placer. Es todo aquello que nos ocultamos. Incluyendo todo aquello que no hemos sido capaces de desarrollar y que, al verlo en otras personas, nos cuesta mirar y nos provoca rechazo. Y todo aquello de lo que, siendo inconsciente, nos empuja y condiciona que tengamos conciencia de ello: miedos, situaciones difíciles que no hemos integrado, deseos que no reconocemos…
Una sombra que podemos reconocer por ejemplo en los sentimientos exagerados, en aquellas cosas que criticamos en ellos y en ellas, en aquellas situaciones que se repiten y en las que reaccionamos de una manera que no podemos evitar, en las reacciones impulsivas o en los lapsus, en aquellas situaciones en las que nos sentimos avergonzadas, en los enfados desproporcionados por los errores que creemos que cometen…
Una sombra de la que es importante hacernos conscientes sobre todo para sostenerla y no proyectarla. Sabiendo que dejar de proyectar es un imposible. Un juego de espejos que no acaba y que avanza, o no, hacia una mayor conciencia. Dándonos cuenta también que el ejercicio y la gimnasia de aprender a mirar qué es lo que nos ocurre, es un ejercicio sano y que sana. Que quita carga. Que nos permite poder quedarnos con nuestros miedos, poder sostener nuestros deseos, encuerpar nuestra agresividad con legitimidad y sin dañar, expresarnos desde un lugar más auténtico.
Y sobre todo dar esa muestra de conexión con nuestra propia humanidad que les y las va a ayudar a conectarse con sus propias sombras y dolores para acogerlas e integrarlas en lugar de rechazarlas y rechazarse con ello. Y es que, como bien afirmaba el propio Jung, “uno no se ilumina imaginando figuras de luz sino haciendo consciente la oscuridad”
Ejercitando nuestra conciencia.
¿Pero cómo podemos hacernos cargo de una parte de nosotras que, por su propia lógica, no somos capaces de ver? ¿Cómo podemos integrar nuestra sombra y, sobre todo, dejar de cargarla sobre los hombros de nuestros hijos e hijas?
Como decía anteriormente, no se trata de conseguir iluminarnos siendo seres de luz que ofrecen una mirada limpia, inmaculada. Sí de ejercitarnos para poder darnos cuenta.
La pregunta fundamental va a ser siempre la misma. ¿Qué es lo que me ocurre a mí con “esto” que me pasa con mi hijo o hija? Y, a partir de aquí, podemos tomar cualquier derivada. ¿Qué me está pasando? ¿qué me hace sentir? ¿con qué parte de mí, de mi historia, de mis miedos, defensas, fuerzas, dolores…. está relacionada esto que me está pasando? ¿A qué me recuerda? ¿qué me des-ata? ¿De qué me doy cuenta?
O también, dando un paso más allá. Peguntarnos sobre ¿Cómo fue para mí en aquel entonces, con aquella edad? ¿Qué era lo que me marcaba, me dolía, me daba rabia o no podía soportar de mí? ¿Y de aquellos que me cuidaban y limitaban? ¿Qué era lo que me ayudaba a estar mejor, a sentirme acompañado, cuidado, visto, limitado…?
Hilos de los que podemos tirar caminando por la vía de la introspección, cada una con las herramientas de las que se vaya pudiendo/queriendo/necesitando dotar. Caminos de reflexión, diálogos con personas de confianza, con la propia pareja, espacios grupales, procesos terapéuticos… Y hasta la profundidad y el desvelamiento de las capas de cebolla que cada una considere necesaria.
Y sabiendo, por último, claro, que no todo es proyección ni sombra. Y que, quizá en muchas ocasiones, ponemos límites donde queremos poner límites, decidimos donde queremos decidir, cuidamos donde elegimos cuidar, siendo responsables y también equivocándonos, pero decidiendo como seres adultos que somos.
Caminar mirando el espejo. Agradeciendo también la oportunidad de seguir creciendo a través de este constante sentirnos reflejadas. Aunque muchas veces sea una experiencia de desborde, de enfado, de dureza y de confusión. Saber que crecemos desde el reflejo. Igual que ellos y que ellas maduramos en este juego de espejarnos. Seres en relación que, cuando nos miramos, aprendemos nos solo de los límites o apoyos que necesitamos poner o sostener con nuestros hijos e hijas. También de nosotros y de nosotras mismas.
[1] Zweig, C y Abrams, J. ENCUENTRO CON LA SOMBRA, ed. Kairós, 1991