«El principal defecto de los hombres activos» escribe Nietzsche: “A los activos les falta habitualmente una actividad superior […] en este respecto son holgazanes. […] Los activos ruedan, como rueda una piedra, conforme a la estupidez de la mecánica.”
Hay diferentes tipos de actividad. La actividad que sigue la estupidez de la mecánica es pobre en interrupciones. La máquina no es capaz de detenerse. A pesar de su enorme capacidad de cálculo, el ordenador es estúpido en cuanto le falta la capacidad de vacilación”
Byung Chul Han citando el libro de Nietzsche llamado, Humano demasiado humano, en su Libro La sociedad del cansancio.
“Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”
Lola López Modéjar, citando en su Libro Invulnerables en Invertebrados a Blaise Pascal
La época del rendimiento en la que vivimos, en la que lo que hacemos tiene que dar un resultado casi inmediato, lleva tiempo instalada en los diálogos de nuestras consultas. Personas en búsqueda de herramientas, consejos, actuaciones para poder resolver situaciones difíciles. Procesos cortos centrados en soluciones y en la “cura” del síntoma. Preguntas sobre qué puedo hacer con mi ansiedad en la crianza, con mi hija que no acaba de comer, o que tiene problemas en el colegio, con el adolescente que tenemos en casa, pero que parece cada vez más un extraño, con el susto que tenemos porque consumió porros o alcohol y no sabemos cómo afrontarlo.
Se trata de encontrar respuestas y sobre todo articular actos, acciones que nos ayuden a “solucionar”. Y de paso quitarnos esta angustia que inunda nuestros cuerpos y este montón de preguntas que nos acechan. Necesitamos dejar de vivir la dureza de no saber qué hacer. Y más importante aún, alejarnos de formular la pregunta (que intuimos, o no, pero que está de fondo) de no saber qué hemos hecho para llegar a esta situación. La culpa de sentirnos responsables. Es la época de hacer. De encontrar recursos que resulten en cambios. De apartar lo negativo y centrarnos en lo que podemos hacer.
En otros espacios más precarios de presencia, como las redes, los padres y madres nos lanzamos ávidos a la búsqueda de recetas, consignas, métodos, protocolos, frases que nos repetimos constantemente, como certezas peleando contra el vacío de la dificultad. Es tiempo de acción, de reaccionar y también de poner el dedo en la llaga de la dificultad que estamos teniendo para parar y sostener. Para sostenernos como padres y madres ante el reto siempre incierto y sin respuestas absolutas de la crianza. El vacío de no saber, que llenamos con un sinfín de certezas de corta y pega.
Evidentemente la acción es necesaria para el cambio. Sobre todo, en momentos de urgencia o de riesgo. Es una inercia imprescindible para activar recursos que marquen diferencia, que ayuden a reconducir las situaciones, que sirvan para que nuestros hijos e hijas vayan encontrando maneras de hacer, de verse, de sentirse que les ayuden a un mejor vivir, vivirse.
Los modelos de crianza respetuosa, el trabajo en adquirir habilidades para la vida, la terapia centrada en soluciones, el trabajo de control de impulsos o de gestión de riesgos en el ámbito de las adicciones… mil y un modelos y herramientas que nos pueden ayudar y que son apoyos necesarios para trabajar un gran número de situaciones y dificultades. Hacer, evidentemente es imprescindible para resolver.
Pero, ¿cómo es cuando venimos haciendo, incorporando diferentes recursos y “soluciones”, y seguimos habitando posicionamientos, actitudes o vivencias que no acaban de cambiar? ¿Qué ocurre cuando en el espacio terapéutico, una vez que hemos lidiado con los síntomas más evidentes, nos volvemos a encontrar con situaciones de fondo que se repiten? ¿Qué ocurre cuando familiarmente nos sigue costando encontrar un lugar que resuelva los lazos que no acabamos de soltar? ¿Que nos atan como “lealtades invisibles” con nuestro padre, madre, hijo o hija, con la exigencia, el trabajo, los resultados, el éxito, la familia extensa…?
Y es que si bien las herramientas, y el ir adquiriendo recursos educativos, de acompañamiento, personales, son importantes y en muchas ocasiones imprescindibles para responder. También lo es, que frente a determinadas situaciones el hacer se nos queda corto. Frente a vivencias que llevan fraguándose desde los orígenes de nuestras biografías. Frente a inercias familiares más profundas que un simple recurso, o frente a la necesidad de posicionarnos en un lugar como padres o madres, que por mucho que lo entendamos y sin saber por qué, nos sigue costando habitar. Saber por ejemplo de la importancia de poner límites y la gran dificultad para hacerlo, de las situaciones de envidia entre hermanos enquistadas desde hace años, sin entender de dónde surgen, del distinto papel entre un miembro y otro de la pareja, de los enfados reiterados frente a la exigencia relacional que nos suponen las crianzas, …
Por mi parte, ante esta petición de respuesta inmediata, respondo cada vez más en consulta con esta simple frase: “te invito a que no hagas nada”.
Y es que, como bien he ido refiriendo en otros textos, cuando hablamos de crianza hablamos de sistemas familiares complejos, herederos de tramas relacionales, que vivimos como “naturales”. Vivencias y lazos profundos que nos trascienden y que transmitimos a través del carácter. Carácter como estructura relacional que nos forja y que forjamos desde la más tierna infancia, de manera fundamentalmente inconsciente. Tratar de cambiar estos patrones, este decurso de actos y reacciones, es un ejercicio complejo difícil y sobre todo lento y procesual. Más que de tratar cambiar en no pocas ocasiones, se tratará de ver, de verse, de tomar conciencia, de aceptar.
Y para eso el primer e imprescindible paso es parar y dejar de actuar. Deshabitar la acción en un momento histórico en el que, posiblemente, sea este parar una de las mayores dificultades con que nos encontramos. Todo nos llama a la acción.
¿Pero, dejar de hacer para qué?
- Para detener la inercia. Entender que muchas de las situaciones en las que nos encontramos tienen que ver con acciones reactivas en las que diferentes personas del sistema tenemos un lugar, un papel y una inercia que retroalimenta una manera de convivir que no está “funcionando” y que nos está haciendo sufrir. Parar es dejar de hacer. Y ver qué pasa si, al menos nosotras o nosotros no actuamos. ¿Cuál es la diferencia? ¿Somos capaces de dejar de reaccionar? ¿Qué nos impide dejar de hacer? ¿Qué ocurre en el resto de personas cuando nos apartamos de la acción?
- Para separarse y ver con distancia. En este continuo de actuar estamos permanentemente involucrados. Nos cuesta separarnos. Del enfado, de la necesidad de resolver y encontrar soluciones, del nerviosismo, de la angustia propia y de la de las personas a las que queremos. Estamos confundidos y confluimos con emociones y vivencias que no sabemos si son nuestras o se nos han contagiado. Parar para separar y saber qué es vuestro y que no. Para saber, sobre todo, cómo me siento yo. ¿Qué me enfada, me angustia, me duele, me entristece, me da miedo…? ¿Qué necesito? Parar para ver con quién estoy involucrado, enredada. ¿Qué siento con respecto a cada una de las personas implicadas? ¿A quien defiendo, a quién estoy siendo leal y a quien respeto o no?
- Para aprender a sostener y no solo a reaccionar. Si, como planteo, sobreactuamos (o nos centramos sobre todo en actuar), no es por torpeza, disfunción o mala voluntad. Si no fundamentalmente por qué, a veces, es más fácil hacer que sostener. Así, cuando dejamos de hacer, nos invade la angustia, el estrés, el miedo. Por algo la ansiedad y la depresión son las enfermedades de este tiempo. La ansiedad frente a la exigencia constante de resolver y la depresión de no llegar a poder hacerlo, de desistir frente al reto social de rendir. Por eso no paramos. El ejercicio de parar es un acto que necesito hacer consciente, al entender que estamos reaccionando porque nos cuesta sostener. Hacer, evita encontrarnos con eso de lo que huimos. Y cada quién huimos de algo que nos cuesta ver aceptar y sostener. Así, parar es empezar a ejercitar esa gimnasia del sostén. Sostengo mi miedo y confío, sostengo mi culpa y me responsabilizo, o activo y acojo mi enfado, sostengo el malestar con esa imagen de mí que no me gusta ver reflejada y amplio mi manera de verme, también soy esto, o mi ira que me cuesta reconocer, y que nutre de otro modo mi fuerza vital. ¿Qué rechazo o me cuesta sostener?
- Para dar un espacio a la otra persona. En esta inercia constante del actuar, sobre todo desde nuestro papel de padres y madres, a veces olvidamos que el camino que recorren nuestros hijos e hijas no nos pertenece. A veces nos olvidamos u ocupamos en lugar de la otra persona con nuestra plétora de acciones que “necesitan” solucionar. Así, parar implica esperar y dejar actuar a la otra persona. Porque claro, cuando no hacemos nada, nuestros hijos e hijas pueden actuar, o no. Parar significa generar un vacío en el que tendrán que preguntarse qué es lo que quieren hacer o no. Qué les define desde el deseo, el miedo, la apetencia, la inercia o los recursos que tienen o necesitan adquirir. Y cómo van a relacionarse con las expectativas que, ocultas o diáfanas tenemos en relación con lo que creemos que deberían hacer. El vacío genera angustia, pero también es la única manera de que surja la duda y la pregunta de quién soy y adónde quiero ir. También este no hacer nos permite encontrarnos con nuestras expectativas desde esa distancia. ¿Qué creo que tendría que hacer, qué deseo que haga, que DEBE hacer…? ¿Qué me ocurre cuando no lo hace, o cuando veo mi reflejo en este camino que va construyendo?
- Para habitar un lugar con el cuerpo que somos y no solo con las palabras que nos decimos. Invitación a dejar hablar a los sentires, habitar espacios corporales y no solo diálogos mentales. Por ejemplo, preguntarnos qué le pasa a mi cuerpo cuando siento cerca a mi hijo o hija. Noto las tripas revueltas, las manos que se me cierran empuñando mi rabia, la garganta que se me obstruye como un nudo en el que me cuesta poner voz…me siento tenso, liviana, con fuerza, más grande, más pequeña… dejar hablar al cuerpo porque, cómo cada vez tenemos más claro en el ámbito terapéutico, “el cuerpo lleva la cuenta”. Preguntarnos, más allá de las ideas y discursos… ¿Qué necesita (expresar, reconocer, hacer…) este cuerpo que soy en este momento?
- Para dar tiempo a los procesos. El tiempo en que vivimos tiene mirada corta y nos aleja de los procesos de largo recorrido. Twitter, ahora X, ha vencido a Dostoievski. La época del rendimiento se ha instalado también en nuestras subjetividades. Y así, exigimos o esperamos que nuestros hijos e hijas tengan inteligencia emocional, cuando somos conscientes de nuestra dificultad para expresar emociones. Nos exigimos dejar de poner tanto valor en el trabajo, cuando recordamos los mandatos familiares sellados a fuego sobre la importancia y el valor del trabajo como fundamento de la vida. Queremos relacionarnos de una manera más fluida y con menos juicio con los hombres o las mujeres, cuando nuestras vivencias de gran dificultad y dolor, nos siguen habitando en cada nueva relación. Y es que, ¿Cuánto tiempo necesita la primavera para dejar asomar la primera flor? La vida son procesos y la naturaleza tiene sus tiempos. Y más allá, la mayor parte de estos procesos no son visibles y los constatamos únicamente desde una mirada narrativa y alejada. Por eso, a veces, necesitamos habitar la espera. Solo así podremos dar cuenta de la diferencia, desde este contarnos con tiempo y desde el largo recorrido.
- Parar cómo espacio para la soledad y para la compañía. Como decíamos, a veces si no paramos es porque no podemos. Y es que, para poder sostener, necesitamos haber sido sostenidas. Y para sostener hoy también necesitamos alguien que nos pueda acompañar en este movimiento. Alguien en quien poder verter estás preguntas, inseguridades, inquietudes y dolores… Así, también puede ser un buen momento para reconectar con esas personas que nos ayuden a sostenernos. Hacernos visibles y permitirnos volcar esa presencia que somos. Desde lo significativo, más allá de la queja, la exigencia, o los lugares comunes. Contarnos desde el atrevimiento de dejarnos ver. Tomar protagonismo pidiendo apoyo y espacio. Atrevernos a ser delante de otros y otras. A salir a las otras personas con esta parte que tanto nos cuesta abrir, pero que tanto necesitamos dejar de esconder. También somos está vergüenza, está dificultad para poner límites, esta rabia, esta tristeza, esta duda perpetua. Contarnos para habitar esta presencia, este presente. Y sólo cuando hay espacios propicios para ello, en los ambientes que creamos seguros. Sincericidios los justos. Y posiblemente nos encontremos con otro vacío. La soledad de unas familias cada vez más aisladas a las que nos cuesta encontrar personas con las que poder acompañarnos desde una presencia que nos permita ser más allá de los rituales sociales superficiales. Espacios de acompañamiento y de ayuda mutua como oasis cada vez más ricos e imprescindibles.
- Parar para ser. En este tiempo se trata de conseguir más que de ser. Hemos perdido el arte de la contemplación. Así, no se trata de parar para conseguir ningún resultado. Eso sería de nuevo incorporar el rendimiento y exigir que el hecho de parar tenga que dar el fruto que queremos. Parar es confrontarse con la incertidumbre, y también con el ser, con lo que tiene de vacío y de completo. Con lo que tiene de angustioso y de único. No se trata a veces de parar para conseguir nada. Si no únicamente de parar para respirar. Al principio puede ser un ejercicio angustioso y difícil. Pero con el tiempo también puede ser un ritual de conexión. Un aprender a estar con lo pequeño. Un, nada más respirar. Sin la exigencia del resultado. Y a veces, “solo” dejar de soportar esa mochila es quizás el mejor regalo que podemos hacernos.