Terapia en tiempos de mercado de saberes

Últimamente vivo con cierta angustia el mirarme en el espejo de las redes. Como persona que acompaña, como psicólogo, como formador me aguijonean y me seducen a partes iguales una plétora de propuestas, mensajes, talleres, formaciones, que me invitan a profundizar y me prometen sanar mis traumas, aumentar mis ingresos como terapeuta, conseguir resultados científicamente avalados por los últimos descubrimientos….

Conectaba esta sensación con este, ya no tan nuevo, paradigma de la sociedad y de la economía del conocimiento. Una sociedad en la que el saber, más allá de convertirse en un valor que nos enriquece como terapeutas, se reconfigura también como un valor económico. Productos de conocimiento adquiribles, sistematizados, estandarizados, que nos prometen respuestas eficaces, escalables y rápidamente implementables para transformar problemáticas reales, en este caso dolores vitales vinculados con la salud mental. Un mercado con conciencia de transformación. Un mercado del que también nosotras, Psicólogos y terapeutas somos parte. Consumidores y generadores de contenido a la vez. Salvando distancias con universidades, academias, escuelas….

Las propuestas me inundan con su seducción. Me reclaman como procesos de certificación necesarios, de reciclaje urgente. Y también en consulta. Como una demanda cada vez más notoria por parte de las personas que requieren ser tratadas con estos últimos avances que les han contado (la red que todo lo sabe) que les van a ayudar, sin tener que eternizarse en procesos de acompañamiento. Esos traumas que parece que tienen, pero que no llegan a identificar, se van a diluir con estas nuevas miradas y herramientas. Pastillas de colores en forma de nuevos saberes.

Lo vivo con cierta dificultad. De algún modo me conecta con varias partes de mí. Mi inseguridad. Voces que me zarandean. La vergüenza a la hora de no atreverme a prometer respuestas absolutas, a vender y venderme con promesas de cura y sanación. La economía del conocimiento promete soluciones y basa su éxito en su capacidad de relevancia. El producto necesita ser visto para ser comprado. Es la comunicación amigos. El sueño de convertirse en un producto de venta. Un producto que necesita ser exhibido para generar escalabilidad. Vergüenza vs exhibición, en mi caso.

Por otro lado, la pelea entre tantas nuevas miradas tan ricas y esclarecedoras. Y la urgencia en el mundo terapéutico por incorporar más y más de estas herramientas en un mercado exigente, casi implacable. La evidencia de que hay tantas puertas por abrir que nos pueden ayudar a profundizar de maneras más eficaces y menos sufrientes en ese mundo del dolor humano. La gula por aprender. La ansiedad que me provocan todos esos libros que tengo en la recámara. Como balas que necesito para defender “mi saber” (vaya imagen). A veces no tanto como sabiduría calma que reposa y ahonda en mi capacidad de acompañar.

El mercado sigue haciendo su agosto. Es difícil la criba. En mi cuerpo es estrés, imagen de competitividad. De aquello que yo no tengo y otros tienen y a la inversa. Como si la cosa fuera de tener. De herramientas que por sí solas acompañan. Y también la evidencia de todo lo nuevo aprendido en estos últimos años. Novedad que sigue abriéndome una mirada en ocasiones tan cerrada y endogámica en los reinos de taifa del mundo terapéutico.

Este vivir complejo que nos toca. Este vivir acelerado. Esta necesidad de encontrar sostén, sobre todo propio. Esta invitación a encontrar el ancla en uno mismo como terapeuta, como persona. Como starups que parece que tenemos que ser. Este mercado de la individualidad que nos disocia del sostén tribal. Mientras por otro lado nos seduce con familias de saberes. Comunidades paraguas las llamará Bauman. Los del trauma, los de la evidencia, los de la bioenergética, el eneagrama, lacan… Pertenencia y ser.

Con todo esto camino. Y también con la experiencia cotidiana en el sillón. Con el afecto, la afección, la claridad y la niebla de este acompañar a veces dilatado en el tiempo. Los días, meses, incluso años. La pequeña certeza de saber que por mucho que mi herramienta tenga relumbrón y esté bien certificada, el acompañar únicamente existe cuando estoy y la otra persona me permite entrar. Cuando hacemos un viaje de acompañamiento juntas.

Es cierto que la presencia no lo es todo. Y solo hay presencia si es mutua. Pero sin presencia y sin capacidad de estar y sostener-nos, para poder sostener, solo hay artificio. Efectismo. Al menos eso creo yo. Solo desde la capacidad de acercarnos a la paradoja de aceptar aquello que tanto nos daña, sin dejar de pelear ni un segundo creyendo que podemos vencer al dragón que somos, podemos empezar a entender el juego de grises de la complejidad de la propia existencia.

En algo quizá con poco lustre creo. En algo tan humano como vivir en este mundo tan contradictorio. Tan muerto y con tanta vida. Desde la artesanía también se puede acompañar. Una artesanía capaz también de salir del tótem de los valores eternos. Del mito de los pueblos primigenios de los terapeutas carismáticos. Del propio narcisismo del artesano que soy.

El otro día escuchaba en las jornadas “Protección y Buen Trato a la Infancia” promovidas por TratuOn (https://www.youtube.com/watch?v=_rnOGFBbS5k) la ponencia de Pepa Horno. Entre muchas otras cosas me llamaba la atención la claridad y la sencillez de la propuesta. El proceso terapéutico lo hace la persona que viene a terapia y es su recorrido. Un recorrido que por mucho que sepamos no podemos hacer por él o por ella. Es un viaje transformador basado en la confianza. Yo solo puedo caminar si confías en mí para caminar contigo. Tendré que merecer la confianza, ganármela, merecerla, sí. Pero sin ese proceso de confianza mutua, sin un camino hacia lugares no pocas veces de dolor, sin la apertura, sin la mirada abierta, sin el vínculo, y la pelea entre las resistencias y la apertura, podemos implementar técnicas, pero posiblemente no llegaremos a puertos de cambio.

Y es que el saber, la técnica, el conocimiento no nos libran del vacío. Y un proceso terapéutico es también un camino de vacío. Un salto atrevido hacia la confianza. En la otra persona, en el proceso, en la propia capacidad de sanar. En la vida el fin y al cabo, cómo decía Pepa. Estamos en tiempos de exceso, sociedades de abundancia. Donde el vacío es angustia y el síntoma la manera de encuerparlo. En este escenario el espacio terapéutico necesita reivindicar su esencia de vacío. Un vació que se acompaña con el vínculo, con el encuentro. Y ahí sigue sin haber atajos, según mi punto de vista. La vida contiene vacíos. Y por mucho saber, saberes o herramientas que acumulemos el vacío seguirá estando ahí y la terapia necesitará recurrir como siempre a la artesanía del encuentro. A la presencia, al fin y al cabo.

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